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‘3 de agosto … y entonces sucedió que …’, por José Luis Fortea

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forteaJosé Luis Fortea

……………esta es la historia de un atleta británico, corredor de la prueba de los 400 metros lisos, que una tarde-noche de verano, de hace veinticinco años, haría buena aquella frase de Napoleón Bonaparte que decía; -“El éxito no consiste en vencer siempre, sino en no desanimarse nunca”-, y que un día como hoy, un 3 de agosto, en  aquellos Juegos Olímpicos celebrados en Barcelona en 1992, acabaría haciendo historia, sin haber conseguido una sola medalla. 

Derek Anthony Redmond, había nacido un viernes 3 de septiembre de 1965, en la localidad inglesa de Bletchley (el mismo lugar en el que se encontraba la instalación militar de Bletchley Park, aquel emplazamiento donde se construyó, en febrero de 1944, el potente ordenador “Colossus”, capaz de descodificar los mensajes cifrados interceptados por los británicos a la Alemania nazi, en la Segunda Guerra Mundial), perteneciente al condado de Milton Keynes (abreviatura de Middleton of Keynes), situado entre Cambridge y Oxford a unos ochenta kilómetros al noroeste de Londres.

Aquel viernes 3 de septiembre de 1965 en el que venía al mundo el hijo de Jennie y Jim Redmond sonaba en todas las emisoras de radio británicas (y probablemente del mundo entero) como venía haciéndolo desde el pasado día 25 de agosto, fecha de su lanzamiento, la canción de los Beatles “Help” [Ayúdame], mientras una persistente e incesante lluvia, que duraba ya tres días, acabaría por inundar la ciudad de Londres y sus alrededores, llegándose a registrar unos cuarenta y cinco centímetros de agua en la amplia avenida que conducía hasta el Palacio de Buckingham, de un temporal que terminaría afectando a toda Europa, siendo los países más perjudicados, Alemania, Austria e Italia (sin duda, este, el más damnificado, con un trágico balance final de treinta y seis personas fallecidas y veinticuatro desaparecidas).

Derek pronto empezaría a distinguirse como un gran velocista, cuando cursando sus estudios en Northamptom, a unos veinte minutos de su casa, en el instituto “Roade School Sports”, comenzase a superar todos las marcas escolares vigentes y con tan solo diecinueve años de edad, en 1985, el récord nacional, en la prueba de los 400 metros lisos (su especialidad) con 44.82 segundos, a noventa y seis centésimas del récord del mundo, que en aquellos días, seguía siendo el conseguido en México 68 por el estadounidense Lee Evans con sus 43”86, por lo que se presagiaba, al ver a aquel chico, con su metro y ochenta y tres centímetros de altura, un futuro campeón del mundo.

Su momento de gloria vendría al año siguiente, en 1986, en dos eventos en los que, en ambos, se llevaría la medalla de oro, como participante en la prueba de relevos de los 4 x 400 metros, siendo el primero de estos, el campeonato europeo de atletismo celebrado en Stuttgart, y el segundo, en los denominados decimoterceros Juegos de la Mancomunidad, que tuvieron lugar en la ciudad escocesa de Edimburgo, para en 1987, con 22 años recién cumplidos, ser ya considerado todo un atleta consagrado al alcanzar la medalla de plata, culminando una excelente temporada con el mundial de atletismo de Roma.

Fue en el año 1988, en los Juegos Olímpicos de Seúl, en Corea del Sur, cuando Derek Redmond, en esta ocasión como velocista individual en los 400 metros lisos, realizando los ejercicios de calentamiento, antes de comenzar la carrera, en el mismo tartán, a tan solo noventa segundos de iniciarse la prueba, siente unas molestias en su talón de Aquiles, que acabarían por derivar en fuertes dolores obligándole a retirarse y abandonar la mencionada competición, dando comienzo a una etapa de penalidades y un verdadero calvario, con cinco intervenciones quirúrgicas que le tendrían apartado, durante los siguientes tres años de las competiciones de alto nivel (cuando acabe de cumplir los 27 años habrá sido intervenido un total de trece veces).

El regreso sin embargo tal y como cabría esperar fue apoteósico, en los mundiales de Tokio de 1991, formando parte del grupo de velocistas de la carrera de relevos de los 4 x 400 metros, junto a Roger Black, John Regis y Kriss Akabusi se impusieron al todo poderoso combinado de los Estados Unidos, por treinta y siete centésimas, en una carrera con un final trepidante.

Y entonces sucedió que en 1992, el día 3 de septiembre de un día como hoy, de hace por tanto veinticinco años, con unas extraordinarias sensaciones previas, en las que en las dos carreras de clasificación y dando muestras de una superioridad aplastante marcando el mejor tiempo de toda la ronda, se presentaba en la semifinal de aquellos Juegos Olímpicos de Barcelona 92, los de la vigesimoquinta Olimpiada, a un mes de cumplir los 27 años, con el dorsal 749, y por la calle 5, para disputar aquella prueba de los 400 metros lisos, Derek Redmond.

Los corredores se sitúan en sus puestos de salida, cada uno realiza su pequeño ritual, tratando de estar lo más concentrado posible, visualizando la carrera, “su carrera”, los primeros pasos, la primera curva.

Con la señal de salida Redmond sale fuerte, situándose cómodamente, entre los tres primeros, sin duda alguna trasmitiendo buenas sensaciones.

Seis segundos, primera curva, ocho, nueve, diez………ya son catorce y llegando a la segunda y a los dieciséis, cuando ya llevan ciento cincuenta metros de carrera, se escucha una detonación, una especie de disparo (eso es lo que el corredor más tarde diría a los medios), y de pronto siente un fuerte dolor que le paraliza la pierna derecha, en el tendón de la corva (el que en definitiva ayuda a los músculos a enderezar la pierna y flexionar esta a la altura de la rodilla), echándose este instintivamente la mano hacia aquella zona dolorida, frenando su avance, aunque su mente quiere proseguir hacia delante, hincando la rodilla en el suelo, sin poder creérselo, petrificado, inmóvil por el dolor, paralizado por el miedo, un miedo que le recorre el cuerpo, que le hace sentir frío, viendo a cámara lenta como aquellos corredores se van alejando, como sucedería en una pesadilla, intentando tomar una decisión que de pronto ponga fin a aquella situación, creyendo que todavía puedes reaccionar, levantarte, estirar las piernas e incluso darles alcance.

Pero no puede moverse, únicamente puede bajar la cabeza, apretar los ojos con sus dedos, tratando de oscurecer aquella visión y que alguien, haciendo acto de presencia, le saque de aquella pesadilla, -“buenos días Derek, vamos,…en pie, desayunemos, a entrenar”-, y poder contar durante aquel desayuno la liberación de haber sentido marchar aquella angustiosa sensación.

Y de pronto firme en su decisión, se levanta, y sin poder dar apoyo al pie dolorido, sujetando fuertemente con su mano el muslo dañado, dando pequeños saltos, reanuda como puede su marcha, disponiéndose a finalizar aquella carrera, que al fin y a la postre es para lo que ha venido, para lo que se ha estado sacrificando durante tanto tiempo.

Con gestos evidentes de dolor, acelerando el paso, más que correr brincando, con decisión prosigue, como buenamente puede, su carrera, y al llegar a la tercera curva, encaminándose hacia la recta final de aquella pista, sale de entre el público, su padre, con una camiseta con la leyenda de una marca de zapatillas que reza –“have you hugged your foot today? (¿Has abrazado tu pie hoy?)-“, y colocándose a su lado, le tiende su hombro, dándole un abrazo, en un principio para hacerle desistir y que la lesión no se agravase, pero ante la determinación de su hijo en acabar la carrera, situándose a su lado, brindándole su apoyo, ayudándole a finalizarla, levantando de sus asientos a los 65.000 espectadores entregados ante un gesto de tal magnitud, encarnando en sí mismo el espíritu de los Juegos Olímpicos, “Citius, Altius, Fortius” (“Más Rápido, Más Alto, Más Fuerte”), que todavía hoy se conmemora.

En el siguiente enlace el desarrollo de esta prueba y lo entonces acontecido en 2;35 https://youtu.be/t2G8KVzTwfw

Decía Winston Churchill,

-“El éxito es la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”-

Y un proverbio chino, lo que se debería entender por fracaso, al señalar que;

–“Fracasar no es caer, fracasar es negarse a levantarse-“

Y en definitiva cierto es aquello que decía que……….No importa como empiezas, sino como acabas.

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Cuidar de una madre con Alzheimer: Un viaje de amor y dolor

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Cuidar de una madre con Alzheimer: Un viaje de amor y dolor-FREEPIK

En el torbellino de nuestras vidas, donde cada día parece traer consigo nuevos desafíos y responsabilidades, a menudo nos encontramos luchando por equilibrar nuestras vidas personales y profesionales. Pero ¿qué sucede cuando ese equilibrio se ve eclipsado por una realidad implacable? ¿Cómo lidiamos con el impacto emocional y psicológico de ser cuidadores de un ser querido con una enfermedad tan devastadora como el Alzheimer?

Esta es la historia de una periodista apasionada que, entre entrevistas y artículos, se enfrenta a una batalla mucho más íntima: la lucha diaria de cuidar a su madre, quien lenta pero inexorablemente se desvanece en las garras de la enfermedad de Alzheimer.

Para ella, cada día es un viaje emocional plagado de altibajos. Desde los momentos de lucidez y conexión con su madre hasta las dolorosas luchas para recordar quién es ella misma, cada momento está marcado por una mezcla de amor incondicional y dolor impotente. Es una montaña rusa de emociones, donde la alegría y la tristeza se entrelazan en un baile constante.

Su vida como periodista le ha enseñado a mirar más allá de las apariencias y a buscar la verdad en cada historia. Y en este viaje junto a su madre, encuentra una verdad más profunda: la importancia de la empatía, la compasión y el amor incondicional. A medida que navega por los desafíos diarios del cuidado, descubre una fuerza interior que nunca supo que poseía.

Pero no todo son lecciones y momentos de claridad. Hay días oscuros, días en los que el peso del cuidado parece demasiado grande para soportarlo. Días en los que la frustración y la impotencia amenazan con abrumarla. Sin embargo, incluso en esos momentos más oscuros, encuentra consuelo en la gente que la rodea. Amigos y familiares se unen para ofrecer apoyo y comprensión, recordándole a ella y a su hermana que no están solas en este viaje.

A medida que el Alzheimer avanza implacablemente, ella se enfrenta a una dolorosa verdad: la inevitabilidad de la pérdida. Pero también encuentra consuelo en el conocimiento de que el amor trasciende las barreras del tiempo y la memoria. Aunque su madre pueda olvidar su nombre y sus rostros, el amor que sienten el uno por el otro perdura, inquebrantable e indestructible.

La historia de esta periodista es una historia de amor. Un amor que desafía las limitaciones del tiempo y el espacio, un amor que persiste a pesar de las pruebas y tribulaciones. Es un recordatorio de que, incluso en los momentos más oscuros, el amor es la fuerza que nos sostiene, la luz que guía nuestro camino. El amor que vio crecer en su casa día a día, sin interrupción.

En medio del día a día, es fácil perder de vista lo que realmente importa. Pero esta historia nos recuerda que, en lo que de verdad importa, son las conexiones humanas y los lazos de amor los que nos sostienen en los momentos más difíciles. Y en el poder cuidar de su madre con Alzheimer, encuentra no solo una prueba de su amor, sino también una lección de humanidad y compasión que nunca olvidará.

SRA

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